Los procesos de nulidad del matrimonio han adquirido recientemente un inusitado interés en muchos foros eclesiales, suscitándose como «novedosas» cuestiones que ya habían sido planteadas especialmente durante el proceso de revisión del libro De Processibus del anterior Código de 1917, también con ocasión de la Instrucción Dignitas Connubii, Instrucción que conviene recordar fue dada por Juan Pablo II en 2005 precisamente para establecer unas normas y pautas que, en desarrollo del Código de derecho canónico de 1983 -y a modo de una especie de «ley de enjuiciamiento»- permitieran una tramitación de las causas de nulidad según criterios de justicia y verdad.
El debate que en relación con estas cuestiones «procesales» se está planteando es sumamente interesante, y extraordinariamente importante para la vida de la Iglesia. En absoluto es un debate sobre cuestiones meramente formales, sino que es un debate que afecta a una institución clave como es el matrimonio, y es que el modo como se configure el proceso será determinante para el matrimonio en sí. La razón de ello la siguiente: la doctrina procesalista clásica "Chiovenda, Carnelutti, Guasp..." consideró de manera unánime que los derechos nacían en el proceso, en la medida que podían ser defendidos-tutelados-exigidos en sede judicial, y estableció una relación directa entre el proceso y las instituciones a las que sirve como instrumento, lo cual, siendo válido cualquier derecho e institución del ámbito civil, lo es también para el proceso canónico, y también para el matrimonio, pues es a éste al que sirve aquel.
En efecto, el matrimonio se puede proteger con la doctrina y con el Magisterio y así se ha hecho y se hace por parte de los Romano Pontífices de modo admirable, pero también con la configuración que se haga del proceso y de las diversas instituciones procesales. Porque esto es así, se debería tener muy en cuenta que la configuración que se haga de proceso canónico de nulidad tendrá una incidencia directa y extraordinaria en el modo como la Iglesia anuncie la verdad del amor y del matrimonio y en el modo como proteja sus elementos y propiedades esenciales, especialmente su indisolubilidad. No se olvide, en este sentido, que cada sentencia sobre la validez de un matrimonio -también si se declara la nulidad- «es una aportación a la cultura de la indisolubilidad», siempre que sea justa y responda a la verdad del matrimonio (Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana de 2002, n. 7).
He aquí la clave de estos procesos: justicia y verdad. A ello sirve el ejercicio de la potestad judicial en general y el empleo de, proceso en particular, ello también en la Iglesia, de hecho el Magisterio Pontificio es unánime y constante al defender el proceso como institución de justicia y paz, como el instrumento más idóneo para certificar la verdad sobre el vínculo conyugal. Esto es lo que la Iglesia viene haciendo desde el inicio. En efecto, desde los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia, que hizo suya la idea iusnaturalista de justicia (iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum unicuique tribuens), echó mano del proceso matrimonial, no para «inventar» soluciones a los problemas sobrevenidos en el matrimonio, sino para «declarar» la verdad del vínculo conyugal concreto, todo ello después del ejercicio del contradictorio, de la práctica de las pruebas.
Obsérvese que hablamos de «declarar», esto es, de constatar, de advertir...la realidad que existe, y es que el proceso de nulidad es por esencia un proceso de naturaleza declarativa (no constitutiva, como ocurre con las disoluciones del privilegio paulino o petrino o del procedimiento a favor de la fe o del rato y no consumado). Esta esencial naturaleza declarativa (no constitutiva) de cualquier decisión sobre la nulidad es el anverso procesal de una cara que es la apertura ontológica al matrimonio, el ius connubii como derecho natural fundamental (can. 1058), la capacitación natural al mismo, el favor matrimonii (can. 1060) y el favor indissolubilitatis; por ello, el proceso de nulidad sólo puede limitarse a constatar y declarar lo que existe o no, ya que es voluntad de Cristo que «lo que Dios ha unido que no le separe el hombre» (Mt. 19, 6).
En otras palabras, afirmar que en las causas de nulidad del matrimonio las sentencias son declarativas exige aceptar que la realidad declarada posee una existencia objetiva, cuyos parámetros de justicia son determinados sólo por Dios y no por criterios provenientes de la sociología o de planteamientos morales relativistas, o de situaciones psicológico-subjetivas.
Estos criterios no son los que definen lo que es el matrimonio, ni pueden ser tampoco los que guíen el proceso jurídico que constate la existencia o no del vínculo conyugal, mas bien todo lo contrario: porque nos limitamos a constatar si existe o no una realidad (el vínculo conyugal), hemos de exigirnos el empleo de todos los medios requeridos racionalmente para que el contenido de la sentencia (verdad formal) refleje la verdad subjetiva consustancial del vínculo conyugal; estos medios racionales son los que viene usando el hombre -también en el seno de la Iglesia- desde tiempos remotos para conocer la verdad y para realizar la justicia cada vez que alguien considera que éstas se ven conculcadas; no conocemos otros: la institucionalización de aquel instrumento de justicia que es el proceso representa una progresiva conquista de civilización y de respeto por la dignidad del hombre, a la que ha contribuido de una forma notable la misma Iglesia con el proceso canónico.
Al hacer esto, la Iglesia no ha renegado de su misión de caridad y de paz, sino que solamente ha preparado un medio adecuado para aquella constatación indispensable de la justicia animada por la caridad. El hombre no conoce otro medio para conocer la verdad y para realizar la justicia cuando existe un conflicto, tampoco el fiel: ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva (reconocido como derecho fundamental del fiel por el can. 221), necesidad de un órgano juzgador imparcial, recurso a los medios de prueba, ejercicio del ius defensionis, mecanismos de valoración libre y objetiva de las pruebas, necesidad de certeza moral, posibilidad de apelar..., he aquí algunos de los instrumentos procesales indispensables para conocer la verdad y realizar la justicia.
Porque esto es así, cualquier reforma que se haga del proceso o de alguna de sus instituciones concretas debe hacerse sobre la base del ius connubii, del favor matrimonii y el favor indissolubilitatis, y no sobre la base del favor libertatis, o el favor personae o el favor nullitatis.
Es verdad que el derecho procesal -también el canónico- tiene una inevitable complejidad técnica, pero también lo es que tiene un profundo valor pastoral, de ahí que, sin bien son loables los esfuerzos que se han venido haciendo históricamente -y que se han de hacer- para hacer más ágiles estos procesos, lo cierto es que se ha de tener muy presente que la rapidez no puede ir en detrimento del respeto del carácter «declarativo» de la decisión sobre la «verdad objetiva» del vínculo conyugal. Insisto en esto. No hay duda de que se debe proceder con celeridad en la tramitación de los procesos de nulidad, pero siempre salva iustitia (can. 1453).
En relación con este cuestión, el retraso en la tramitación de muchas causas de nulidad se relaciona más con los administradores del proceso que con el proceso mismo: escasez de sacerdotes con formación jurídica, ausencia de dedicación exclusiva, falta de conocimiento de las instituciones procesales, falta de atención y vigilancia de los pastores de la Iglesia, obstruccionismo de los patronos de las partes...son algunas de las causas principales de las dilaciones indebidas destacadas por la doctrina. Desde mi experiencia en uno de los tribunales más grandes del mundo -único después de la Rota romana con tercera instancia estable, con más de 9000 casos juzgados desde 2001-, puedo afirmar que el problema no está en el proceso en sí.
Después de estudiar durante años las instituciones procesales tal como son configuradas por el CIC'83 y por la Dignitas Connubii, puedo afirmar que las causas principales de retraso de la tramitación de las causas de nulidad se relacionan esencial y primariamente con aspectos subjetivos-personales, no con el proceso.
Mirando el proceso de nulidad vigente, se advierte que el legislador ha configurado un proceso más compacto, ágil, dinámico, en definitiva, más acorde con la naturaleza y el fin de la Iglesia. Me limito a citar algún ejemplo en este sentido: La ampliación de los títulos de competencia (can. 1673), la reducción de los plazos que establece el can. 1453, el proceso abreviado (can. 1682 §2), los criterios del can. 1506 sobre la admisión a iure de la demanda, la revalorización de la declaración-confesión de las partes, la posibilidad de introducir en apelación un nuevo capítulo de nulidad tanquam in prima instantia (can. 1683), la figura de los patronos estables (can. 1490), la reducción del términos de caducidad (can. 1520), los criterios sobre decisiones no susceptibles de apelación...; todas estas instituciones, y otras muchas que obvio, constatan que el actual es un proceso muy equilibrado en lo que al tiempo se refiere; si en la práctica forense se alargan las causas ello no será imputable al proceso en sí, sino a sus «ejecutores», especialmente a los jueces.
De su sabiduría jurídica -procesal, matrimonial, también de su conocimiento de las ciencias de la psicología y psiquiatría-, de su capacidad de trabajo, en definitiva, de su buen hacer, depende en gran parte el desarrollo del proceso. Insisto en que es evidente que la legislación procesal en vigor, salvaguardando las exigencias de verdad y justicia, de defensa de la indisolubilidad del matrimonio y de la dignidad del vínculo conyugal, ha logrado un equilibrio entre celeridad y prudencia, entre la rapidez y la justicia-verdad. Este equilibrio objetivo se debe ir concretando a través de muchas decisiones respecto de las cuales el juez tiene un ámbito no desdeñable de discrecionalidad.
Esto no significa que no se pueda tocar nada del proceso existente, ni mucho menos; lo que sí creo es que no se debería tocar aquellas instituciones que se relacionan de modo esencial con la verdad del matrimonio y con su indisolubilidad. En alguna ocasión he hecho propuestas de iure condendo relacionadas con la agilización en la tramitación de las causas de nulidad; me permito traer a colación alguna de éstas: modificar el tratamiento de las causas incidentales, aplicar el proceso abreviado después de una sentencia afirmativa (aunque ésta no sea de primera instancia), suprimir el doble mecanismo de interposición-prosecución de la apelación, priorizar la inmediación, establecer por ley un plazo máximo para la realización de la pericia, reducir la términos de la caducidad, favorecer la participación de los laicos en la administración de justicia en la Iglesia..., incluso, llegado el caso, suprimir la colegialidad en los supuestos del proceso abreviado.
Creo que ésta sería la vía que se debería seguir, no en cambio la que apunta a la modificación de instituciones que en mi opinión afectará esencialmente a la verdad del matrimonio y la familia; la mayor parte de estas propuestas no son en absoluto novedosas, al contrario, todas ellas se propusieron -y se rechazaron- durante el proceso de revisión del Codex; he aquí algunas de las que propusieron y vuelven a proponerse: «administralización» de los procesos de nulidad, sustitución de la certeza moral por la llamada «certeza prevalente», supresión de la doble conforme, limitación del derecho de apelar, incluso sustitución de la colegialidad en primera instancia. Si se tocan algunas de estas instituciones se verá afectado directa y esencialmente el matrimonio, de hecho, existe algún antecedente histórico no muy lejano en el tiempo.
Así es. En 1970, ad experimentum para los EE.UU, Pablo VI dio las llamadas Normas Americanas, en las que -entre otras cosas-se relajaba el concepto de certeza moral suprimía la obligación de apelar del defensor del vínculo en determinados supuestos muy claros (es la Norma 23 §2), lo que suponía en la práctica la supresión de la doble conforme en algunos casos, algo que, aunque previsto como excepcional, tuvo una incidencia en la práctica forense canónica increíble: en 1968 hubo en los EE.UU 450 declaraciones de nulidad, 5.403 a finales de 1970, y 48.630 en 1981; la situación fue tal, que Juan Pablo II, citando una carta del Cardenal Prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos en la Iglesia al Presidente de la Conferencia Episcopal de los EE.UU (20-6-1973), dijo que las Normas USA consintieron «una dinámica la cual, si se convierte en praxis habitual, abre el camino para tolerar en la Iglesia el divorcio, oculto bajo otro nombre (Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana de 1980, n. 6). La razón de ello está en lo que hemos indicado al inicio: la relación directa entre instituciones y derechos subjetivos y proceso. Así fue entonces, y no es previsible que sea distinto ahora.
Permítaseme algún apunte sobre alguna de las propuestas referidas. Por lo que se refiere a la propuesta de «administralizar» («verificación extrajudicial») el proceso de nulidad, conviene tener presente que si con ello lo que se pretende es conceder a la autoridad administrativa un poder «constitutivo» y discrecional respecto del matrimonio, nos enfrentaríamos al impedimento (absoluto) de la ley divina de la indisolubilidad.
Por tanto, si se acudiera a la potestad administrativa para declarar la validez o la nulidad de un matrimonio habría que renunciar al uso de la discrecionalidad y respetar una serie de requisitos imprescindibles para garantizar la naturaleza esencialmente declarativa de la decisión y tutelar la indisolubilidad y el derecho la verdad que poseen los cónyuges, la Iglesia y la sociedad civil; en concreto, los requisitos imprescindibles a respetar habría de ser los siguientes: una adecuada instrucción (con posibilidad de proponer-practicar pruebas, ejercer el derecho de defensa), necesidad de alcanzar una certeza moral acerca de la nulidad del matrimonio y la posibilidad de impugnar la decisión (esto es de derecho natural).
Es fácil advertir que la administralización del proceso en absoluto supondría hacer más expedita y diligente la tramitación de las causas de nulidad, de ahí que no parezca eficaz abandonar estructuras consolidadas desde hace muchos siglos (el proceso judicial) y sustituirlas por otras que no pueden prescindir de las fases del proceso judicial que más tiempo requieren (práctica de pruebas, también de la prueba pericial en los supuestos de incapacidad, redacción del pronunciamiento, apelación...)».
Por lo que respecta a la supresión de la obligatoriedad de la doble conforme, quizás convenga tener en cuenta lo siguiente.
Establecida por Benedicto XIV el 3 de noviembre de 1741 -en la Dei Miseratione-, con la doble conforme se funda, no en razones de naturaleza meramente disciplinar o exclusivamente práctico-formalista o de mera desconfianza respecto de las instituciones judiciales en la Iglesia, sino que creo que se puede hablar de un verdadero fundamento teológico de la misma, así como de una relación directa del principio de la doble sentencia conforme con otros tres principios esenciales del proceso canónico de nulidad, en concreto con el favor veritatis, el favor matrimonii y la certeza moral.
En efecto, aunque el principio de la doble conforme en las causas de nulidad matrimoniales proceda del derecho positivo, lo cierto es que tiene como causa final alcanzar, a través del mecanismo de la certeza moral -que no excluye lo contrario como posible, pero sí como probable-, aquella verdad objetiva que llamamos vínculo conyugal, un vínculo que indisoluble. Históricamente, la introducción de la doble conforme responde a una exigencia de la indisolubilidad del matrimonio, es decir, a una exigencia teológica, no a un mero carácter formal o disciplinar. Esta defensa de la indisolubilidad del matrimonio, especialmente en una cultura divorcista como la que vivimos, es un verdadero desafío para la Iglesia, en el que se ve involucrada en todas sus dimensiones y con todas sus «herramientas» y con todas sus instituciones jurídicas, también con la doble conforme.
En efecto, la relación entre desinstitucionalización-privatización del matrimonio y del proceso de nulidad es -en mi opinión y desde mi experiencia- una relación de causa-efecto recíprocos, y creo que lo que acontece con la doble conforme es un ejemplo de ello. En efecto, instalada la mentalidad divorcista acabaron desapareciendo las apelaciones -existía la posibilidad hasta de tres apelaciones-, haciéndose ejecutiva una única sentencia afirmativa; eso motivó la implantación de la doble conforme, con el fin de corregir muchos abusos en la actuación de muchos tribunales y proteger la indisolubilidad; después de más de dos siglos, la única excepción normativa a la duplex conformis se introdujo en las «Normas americanas», lo que motivó -como se ha indicado yaa un aumento exponencial de los procesos de nulidad, hasta llegar a situaciones de verdadero divorcio en la Iglesia. Pues bien, teniendo el cuenta el sistema de títulos de competencia actual, considerando la facilidad con la que se puede «activar» la competencia de determinados tribunales, considerando que la incompetencia relativa viene sanada tras la fijación de la fórmula de dudas..., de facto, la supresión de «la doble conforme» para la Iglesia universal volvería a afectar muy directamente a la indisolubilidad del matrimonio. Porque esto es lo que está en juego, en mi opinión no tiene sentido esgrimir la celeridad procesal como justificación de la supresión de la doble conforme.
Como ya se ha indicado, la duración de los procesos debe ser afrontada desde criterios deontológicos, sabiendo que la celeridad-diligencia en la tramitación de las causas pertenece de manera directa al «buen obrar» procesal, al «deber ser» de quien administra justicia, o de quien de un modo u otro participa en el proceso, y también de quien es el responsable último -y el juez primero- de la diócesis. Se podrán modificar algunas instituciones procesales -ya hemos apuntado alguna propuesta-, pero no se deberían modificar aquellas -por ejemplo la duplex conformis- detrás de las cuales están principios esenciales del proceso. La naturaleza declarativa de los procesos de nulidad -en los que se ve involucrado la salus animarum-, exige que se refuerce la certeza moral a través de un doble pronunciamiento conforme, con el cual existe una mayor seguridad respecto de la adecuación de la verdad declarada a la verdad objetiva, de lo que se benefician los cónyuges y la entera comunidad eclesial.
Termino. Dios es el único que no necesita el proceso para juzgar. Los hombres, sin embargo, sí lo necesitamos, tanto que sin él propiamente no habría derechos. El tiempo del mismo ha de acomodarse al tiempo de la realidad, y a la realidad de lo que está en juego: la verdad, la justicia, la salus animarum. Es ésta la finalidad primaria del proceso de nulidad, siendo su duración un tema subsidiario de aquel. No se trata de diatribas ni de formalismos, sino de una de las cuestiones más importantes y que más afectarán a la misión de la Iglesia.
Fuente: religiondigital.com
El debate que en relación con estas cuestiones «procesales» se está planteando es sumamente interesante, y extraordinariamente importante para la vida de la Iglesia. En absoluto es un debate sobre cuestiones meramente formales, sino que es un debate que afecta a una institución clave como es el matrimonio, y es que el modo como se configure el proceso será determinante para el matrimonio en sí. La razón de ello la siguiente: la doctrina procesalista clásica "Chiovenda, Carnelutti, Guasp..." consideró de manera unánime que los derechos nacían en el proceso, en la medida que podían ser defendidos-tutelados-exigidos en sede judicial, y estableció una relación directa entre el proceso y las instituciones a las que sirve como instrumento, lo cual, siendo válido cualquier derecho e institución del ámbito civil, lo es también para el proceso canónico, y también para el matrimonio, pues es a éste al que sirve aquel.
En efecto, el matrimonio se puede proteger con la doctrina y con el Magisterio y así se ha hecho y se hace por parte de los Romano Pontífices de modo admirable, pero también con la configuración que se haga del proceso y de las diversas instituciones procesales. Porque esto es así, se debería tener muy en cuenta que la configuración que se haga de proceso canónico de nulidad tendrá una incidencia directa y extraordinaria en el modo como la Iglesia anuncie la verdad del amor y del matrimonio y en el modo como proteja sus elementos y propiedades esenciales, especialmente su indisolubilidad. No se olvide, en este sentido, que cada sentencia sobre la validez de un matrimonio -también si se declara la nulidad- «es una aportación a la cultura de la indisolubilidad», siempre que sea justa y responda a la verdad del matrimonio (Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana de 2002, n. 7).
He aquí la clave de estos procesos: justicia y verdad. A ello sirve el ejercicio de la potestad judicial en general y el empleo de, proceso en particular, ello también en la Iglesia, de hecho el Magisterio Pontificio es unánime y constante al defender el proceso como institución de justicia y paz, como el instrumento más idóneo para certificar la verdad sobre el vínculo conyugal. Esto es lo que la Iglesia viene haciendo desde el inicio. En efecto, desde los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia, que hizo suya la idea iusnaturalista de justicia (iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum unicuique tribuens), echó mano del proceso matrimonial, no para «inventar» soluciones a los problemas sobrevenidos en el matrimonio, sino para «declarar» la verdad del vínculo conyugal concreto, todo ello después del ejercicio del contradictorio, de la práctica de las pruebas.
Obsérvese que hablamos de «declarar», esto es, de constatar, de advertir...la realidad que existe, y es que el proceso de nulidad es por esencia un proceso de naturaleza declarativa (no constitutiva, como ocurre con las disoluciones del privilegio paulino o petrino o del procedimiento a favor de la fe o del rato y no consumado). Esta esencial naturaleza declarativa (no constitutiva) de cualquier decisión sobre la nulidad es el anverso procesal de una cara que es la apertura ontológica al matrimonio, el ius connubii como derecho natural fundamental (can. 1058), la capacitación natural al mismo, el favor matrimonii (can. 1060) y el favor indissolubilitatis; por ello, el proceso de nulidad sólo puede limitarse a constatar y declarar lo que existe o no, ya que es voluntad de Cristo que «lo que Dios ha unido que no le separe el hombre» (Mt. 19, 6).
En otras palabras, afirmar que en las causas de nulidad del matrimonio las sentencias son declarativas exige aceptar que la realidad declarada posee una existencia objetiva, cuyos parámetros de justicia son determinados sólo por Dios y no por criterios provenientes de la sociología o de planteamientos morales relativistas, o de situaciones psicológico-subjetivas.
Estos criterios no son los que definen lo que es el matrimonio, ni pueden ser tampoco los que guíen el proceso jurídico que constate la existencia o no del vínculo conyugal, mas bien todo lo contrario: porque nos limitamos a constatar si existe o no una realidad (el vínculo conyugal), hemos de exigirnos el empleo de todos los medios requeridos racionalmente para que el contenido de la sentencia (verdad formal) refleje la verdad subjetiva consustancial del vínculo conyugal; estos medios racionales son los que viene usando el hombre -también en el seno de la Iglesia- desde tiempos remotos para conocer la verdad y para realizar la justicia cada vez que alguien considera que éstas se ven conculcadas; no conocemos otros: la institucionalización de aquel instrumento de justicia que es el proceso representa una progresiva conquista de civilización y de respeto por la dignidad del hombre, a la que ha contribuido de una forma notable la misma Iglesia con el proceso canónico.
Al hacer esto, la Iglesia no ha renegado de su misión de caridad y de paz, sino que solamente ha preparado un medio adecuado para aquella constatación indispensable de la justicia animada por la caridad. El hombre no conoce otro medio para conocer la verdad y para realizar la justicia cuando existe un conflicto, tampoco el fiel: ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva (reconocido como derecho fundamental del fiel por el can. 221), necesidad de un órgano juzgador imparcial, recurso a los medios de prueba, ejercicio del ius defensionis, mecanismos de valoración libre y objetiva de las pruebas, necesidad de certeza moral, posibilidad de apelar..., he aquí algunos de los instrumentos procesales indispensables para conocer la verdad y realizar la justicia.
Porque esto es así, cualquier reforma que se haga del proceso o de alguna de sus instituciones concretas debe hacerse sobre la base del ius connubii, del favor matrimonii y el favor indissolubilitatis, y no sobre la base del favor libertatis, o el favor personae o el favor nullitatis.
Es verdad que el derecho procesal -también el canónico- tiene una inevitable complejidad técnica, pero también lo es que tiene un profundo valor pastoral, de ahí que, sin bien son loables los esfuerzos que se han venido haciendo históricamente -y que se han de hacer- para hacer más ágiles estos procesos, lo cierto es que se ha de tener muy presente que la rapidez no puede ir en detrimento del respeto del carácter «declarativo» de la decisión sobre la «verdad objetiva» del vínculo conyugal. Insisto en esto. No hay duda de que se debe proceder con celeridad en la tramitación de los procesos de nulidad, pero siempre salva iustitia (can. 1453).
En relación con este cuestión, el retraso en la tramitación de muchas causas de nulidad se relaciona más con los administradores del proceso que con el proceso mismo: escasez de sacerdotes con formación jurídica, ausencia de dedicación exclusiva, falta de conocimiento de las instituciones procesales, falta de atención y vigilancia de los pastores de la Iglesia, obstruccionismo de los patronos de las partes...son algunas de las causas principales de las dilaciones indebidas destacadas por la doctrina. Desde mi experiencia en uno de los tribunales más grandes del mundo -único después de la Rota romana con tercera instancia estable, con más de 9000 casos juzgados desde 2001-, puedo afirmar que el problema no está en el proceso en sí.
Después de estudiar durante años las instituciones procesales tal como son configuradas por el CIC'83 y por la Dignitas Connubii, puedo afirmar que las causas principales de retraso de la tramitación de las causas de nulidad se relacionan esencial y primariamente con aspectos subjetivos-personales, no con el proceso.
Mirando el proceso de nulidad vigente, se advierte que el legislador ha configurado un proceso más compacto, ágil, dinámico, en definitiva, más acorde con la naturaleza y el fin de la Iglesia. Me limito a citar algún ejemplo en este sentido: La ampliación de los títulos de competencia (can. 1673), la reducción de los plazos que establece el can. 1453, el proceso abreviado (can. 1682 §2), los criterios del can. 1506 sobre la admisión a iure de la demanda, la revalorización de la declaración-confesión de las partes, la posibilidad de introducir en apelación un nuevo capítulo de nulidad tanquam in prima instantia (can. 1683), la figura de los patronos estables (can. 1490), la reducción del términos de caducidad (can. 1520), los criterios sobre decisiones no susceptibles de apelación...; todas estas instituciones, y otras muchas que obvio, constatan que el actual es un proceso muy equilibrado en lo que al tiempo se refiere; si en la práctica forense se alargan las causas ello no será imputable al proceso en sí, sino a sus «ejecutores», especialmente a los jueces.
De su sabiduría jurídica -procesal, matrimonial, también de su conocimiento de las ciencias de la psicología y psiquiatría-, de su capacidad de trabajo, en definitiva, de su buen hacer, depende en gran parte el desarrollo del proceso. Insisto en que es evidente que la legislación procesal en vigor, salvaguardando las exigencias de verdad y justicia, de defensa de la indisolubilidad del matrimonio y de la dignidad del vínculo conyugal, ha logrado un equilibrio entre celeridad y prudencia, entre la rapidez y la justicia-verdad. Este equilibrio objetivo se debe ir concretando a través de muchas decisiones respecto de las cuales el juez tiene un ámbito no desdeñable de discrecionalidad.
Esto no significa que no se pueda tocar nada del proceso existente, ni mucho menos; lo que sí creo es que no se debería tocar aquellas instituciones que se relacionan de modo esencial con la verdad del matrimonio y con su indisolubilidad. En alguna ocasión he hecho propuestas de iure condendo relacionadas con la agilización en la tramitación de las causas de nulidad; me permito traer a colación alguna de éstas: modificar el tratamiento de las causas incidentales, aplicar el proceso abreviado después de una sentencia afirmativa (aunque ésta no sea de primera instancia), suprimir el doble mecanismo de interposición-prosecución de la apelación, priorizar la inmediación, establecer por ley un plazo máximo para la realización de la pericia, reducir la términos de la caducidad, favorecer la participación de los laicos en la administración de justicia en la Iglesia..., incluso, llegado el caso, suprimir la colegialidad en los supuestos del proceso abreviado.
Creo que ésta sería la vía que se debería seguir, no en cambio la que apunta a la modificación de instituciones que en mi opinión afectará esencialmente a la verdad del matrimonio y la familia; la mayor parte de estas propuestas no son en absoluto novedosas, al contrario, todas ellas se propusieron -y se rechazaron- durante el proceso de revisión del Codex; he aquí algunas de las que propusieron y vuelven a proponerse: «administralización» de los procesos de nulidad, sustitución de la certeza moral por la llamada «certeza prevalente», supresión de la doble conforme, limitación del derecho de apelar, incluso sustitución de la colegialidad en primera instancia. Si se tocan algunas de estas instituciones se verá afectado directa y esencialmente el matrimonio, de hecho, existe algún antecedente histórico no muy lejano en el tiempo.
Así es. En 1970, ad experimentum para los EE.UU, Pablo VI dio las llamadas Normas Americanas, en las que -entre otras cosas-se relajaba el concepto de certeza moral suprimía la obligación de apelar del defensor del vínculo en determinados supuestos muy claros (es la Norma 23 §2), lo que suponía en la práctica la supresión de la doble conforme en algunos casos, algo que, aunque previsto como excepcional, tuvo una incidencia en la práctica forense canónica increíble: en 1968 hubo en los EE.UU 450 declaraciones de nulidad, 5.403 a finales de 1970, y 48.630 en 1981; la situación fue tal, que Juan Pablo II, citando una carta del Cardenal Prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos en la Iglesia al Presidente de la Conferencia Episcopal de los EE.UU (20-6-1973), dijo que las Normas USA consintieron «una dinámica la cual, si se convierte en praxis habitual, abre el camino para tolerar en la Iglesia el divorcio, oculto bajo otro nombre (Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana de 1980, n. 6). La razón de ello está en lo que hemos indicado al inicio: la relación directa entre instituciones y derechos subjetivos y proceso. Así fue entonces, y no es previsible que sea distinto ahora.
Permítaseme algún apunte sobre alguna de las propuestas referidas. Por lo que se refiere a la propuesta de «administralizar» («verificación extrajudicial») el proceso de nulidad, conviene tener presente que si con ello lo que se pretende es conceder a la autoridad administrativa un poder «constitutivo» y discrecional respecto del matrimonio, nos enfrentaríamos al impedimento (absoluto) de la ley divina de la indisolubilidad.
Por tanto, si se acudiera a la potestad administrativa para declarar la validez o la nulidad de un matrimonio habría que renunciar al uso de la discrecionalidad y respetar una serie de requisitos imprescindibles para garantizar la naturaleza esencialmente declarativa de la decisión y tutelar la indisolubilidad y el derecho la verdad que poseen los cónyuges, la Iglesia y la sociedad civil; en concreto, los requisitos imprescindibles a respetar habría de ser los siguientes: una adecuada instrucción (con posibilidad de proponer-practicar pruebas, ejercer el derecho de defensa), necesidad de alcanzar una certeza moral acerca de la nulidad del matrimonio y la posibilidad de impugnar la decisión (esto es de derecho natural).
Es fácil advertir que la administralización del proceso en absoluto supondría hacer más expedita y diligente la tramitación de las causas de nulidad, de ahí que no parezca eficaz abandonar estructuras consolidadas desde hace muchos siglos (el proceso judicial) y sustituirlas por otras que no pueden prescindir de las fases del proceso judicial que más tiempo requieren (práctica de pruebas, también de la prueba pericial en los supuestos de incapacidad, redacción del pronunciamiento, apelación...)».
Por lo que respecta a la supresión de la obligatoriedad de la doble conforme, quizás convenga tener en cuenta lo siguiente.
Establecida por Benedicto XIV el 3 de noviembre de 1741 -en la Dei Miseratione-, con la doble conforme se funda, no en razones de naturaleza meramente disciplinar o exclusivamente práctico-formalista o de mera desconfianza respecto de las instituciones judiciales en la Iglesia, sino que creo que se puede hablar de un verdadero fundamento teológico de la misma, así como de una relación directa del principio de la doble sentencia conforme con otros tres principios esenciales del proceso canónico de nulidad, en concreto con el favor veritatis, el favor matrimonii y la certeza moral.
En efecto, aunque el principio de la doble conforme en las causas de nulidad matrimoniales proceda del derecho positivo, lo cierto es que tiene como causa final alcanzar, a través del mecanismo de la certeza moral -que no excluye lo contrario como posible, pero sí como probable-, aquella verdad objetiva que llamamos vínculo conyugal, un vínculo que indisoluble. Históricamente, la introducción de la doble conforme responde a una exigencia de la indisolubilidad del matrimonio, es decir, a una exigencia teológica, no a un mero carácter formal o disciplinar. Esta defensa de la indisolubilidad del matrimonio, especialmente en una cultura divorcista como la que vivimos, es un verdadero desafío para la Iglesia, en el que se ve involucrada en todas sus dimensiones y con todas sus «herramientas» y con todas sus instituciones jurídicas, también con la doble conforme.
En efecto, la relación entre desinstitucionalización-privatización del matrimonio y del proceso de nulidad es -en mi opinión y desde mi experiencia- una relación de causa-efecto recíprocos, y creo que lo que acontece con la doble conforme es un ejemplo de ello. En efecto, instalada la mentalidad divorcista acabaron desapareciendo las apelaciones -existía la posibilidad hasta de tres apelaciones-, haciéndose ejecutiva una única sentencia afirmativa; eso motivó la implantación de la doble conforme, con el fin de corregir muchos abusos en la actuación de muchos tribunales y proteger la indisolubilidad; después de más de dos siglos, la única excepción normativa a la duplex conformis se introdujo en las «Normas americanas», lo que motivó -como se ha indicado yaa un aumento exponencial de los procesos de nulidad, hasta llegar a situaciones de verdadero divorcio en la Iglesia. Pues bien, teniendo el cuenta el sistema de títulos de competencia actual, considerando la facilidad con la que se puede «activar» la competencia de determinados tribunales, considerando que la incompetencia relativa viene sanada tras la fijación de la fórmula de dudas..., de facto, la supresión de «la doble conforme» para la Iglesia universal volvería a afectar muy directamente a la indisolubilidad del matrimonio. Porque esto es lo que está en juego, en mi opinión no tiene sentido esgrimir la celeridad procesal como justificación de la supresión de la doble conforme.
Como ya se ha indicado, la duración de los procesos debe ser afrontada desde criterios deontológicos, sabiendo que la celeridad-diligencia en la tramitación de las causas pertenece de manera directa al «buen obrar» procesal, al «deber ser» de quien administra justicia, o de quien de un modo u otro participa en el proceso, y también de quien es el responsable último -y el juez primero- de la diócesis. Se podrán modificar algunas instituciones procesales -ya hemos apuntado alguna propuesta-, pero no se deberían modificar aquellas -por ejemplo la duplex conformis- detrás de las cuales están principios esenciales del proceso. La naturaleza declarativa de los procesos de nulidad -en los que se ve involucrado la salus animarum-, exige que se refuerce la certeza moral a través de un doble pronunciamiento conforme, con el cual existe una mayor seguridad respecto de la adecuación de la verdad declarada a la verdad objetiva, de lo que se benefician los cónyuges y la entera comunidad eclesial.
Termino. Dios es el único que no necesita el proceso para juzgar. Los hombres, sin embargo, sí lo necesitamos, tanto que sin él propiamente no habría derechos. El tiempo del mismo ha de acomodarse al tiempo de la realidad, y a la realidad de lo que está en juego: la verdad, la justicia, la salus animarum. Es ésta la finalidad primaria del proceso de nulidad, siendo su duración un tema subsidiario de aquel. No se trata de diatribas ni de formalismos, sino de una de las cuestiones más importantes y que más afectarán a la misión de la Iglesia.
Fuente: religiondigital.com
No comments:
Post a Comment